sábado, 27 de octubre de 2007

Entre simios y costales de papa

Demás está decir que para tomar carro en Lima es necesario tener espíritu aventurero. Quizás el problema del transporte no sea solo nuestro, pero experiencias ajenas en otros países me ayudan a creer que algún día podremos superarlo.

Es antigua mi costumbre de esperar pacientemente en el paradero hasta ver llegar el micro, la coaster o la combi ideal, en ese orden de prioridad por tamaño. En lo posible, con asientos libres, sino al menos con sitio para colocarse arriba de las escaleras. Que no llegue con demasiada prisa, si llegando hay una curva que el carro no se incline demasiado de un lado, que no tome bruscamente la derecha... etc. etc. Aunque prefiero elegir el carro que me va a transportar, en ocasiones debo rendirme a la necesidad de movilidad y termino viajando con resignación en una combi. 


Cierto día comencé a notar algo que ya había estado ocurriendo: íbamos todos sentados en una combi pequeña, de aquellas sin espacio para llevar gente parada y, sin embargo, el cobrador dejó subir un par de sujetos mas. Unas calles adelante los sujetos bajaron corriendo, luego de robar al inocente pasajero sobre el cual se inclinaban yendo parados. Aquella era una combi sin transformar el techo y obliga a los pasajeros que insisten en ir parados a mantenerse inclinados como una J invertida, haciendo incómodo, además, el viaje de los que si han alcanzado asiento. Algunos días después observé, uno tras otro, subir pasajeros a un "camello" (combi con el techo alzado), quedando esta vez sí, parados y revueltos. Me impacienté, alcé la voz, pero a nadie pareció importarle.

Ha sido en los últimos tiempos que esta costumbre se ha hecho tan popular que parece no haber ninguna prudencia ni de parte de los choferes o cobradores ni de los pasajeros, quienes continúan subiendo a una combi sin asientos libres, e incluso bastante llena como para pensar racionalmente que cabe una persona mas.

Conversando con un amigo al respecto me decía: "Es la responsabilidad...". Ante mi cara de estupor continuó: "... de llegar a tiempo al trabajo". Ciertamente, no me resultó clara la idea. Ajena a la realidad en que vivimos he conseguido impacientar a mas de uno por mis rutinarias tardanzas. Si no consigo un carro más o menos aceptable, continúo esperando, y aún así ¡me llevo cada sobresalto! Las personas a mi alrededor permanecen inmutables ante las peripecias de los choferes, mientras yo vislumbro las posibilidades de riesgo en cada maniobra peligrosa.

Entonces pienso, ¿cuánto de frustración, de resignación, o de falta de autoestima debe existir para aceptar como rutina el trasladarse de aquella manera? Es posible que en un apuro no haya mas remedio, y puede ser que alguna vez también yo me rinda a utilizar una combi bajo esas condiciones. Lo que observo a diario, sin embargo, no es circunstancial, es rutina. 

Tal parece que nadie hace eco de las cuestionadas letras de nuestro himno nacional: "...la humillada cerviz levantó...". Personas de todas las condiciones suben a las combis para viajar inclinados: mal vestidas y mal aseadas, jóvenes estudiantes, mujeres bien arregladas, hombres en terno y corbata. Tanto en presencia como en tamaño, cuanto más grandes más inaudita su posición: intentando sujetarse con una mano mientras llevan ocupada la otra, causando incomodidad con sus cabellos largos, con su fétido aliento, con sus glúteos rozando el rostro de quien alcanzó asiento, perjudicando su columna, incrementando el riesgo de lastimar o resultar lastimado.

Así, viajando entre simios y como costales de papa,  parece tonto desear mejores condiciones para transportarme. Parece egoísta exigir que otros tengan consigo mismos el cuidado que tengo para conmigo. Parece loco, atrevido, pensar que se puede viajar en un carro con respeto a los demás, manteniendo los límites adecuados para la comodidad y la seguridad de todos. En resumen, parece imposible mejorar.