viernes, 5 de julio de 2013

Al maestro con (poco) cariño



Cada vez que se acerca el día del maestro debo enfrentarme una vez más con la sensación incómoda de guardar antipatías por tan noble profesión, y no ha sido sino hasta hace pocos años que he conocido profesores que merecen mi respeto y se han ganado mi aprecio. 

Quizás era yo una niña muy crítica, pero el acercamiento a los maestros siendo adulta no ha borrado la impresión negativa que dejaron mis profesores de los primeros años de formación. Como no acierto a sacar la cuenta del número de profesores bajo cuya tutela estuve durante primaria y secundaria, diré que pudieron ser unos veinte como mínimo, y de todos ellos solo dos tienen por siempre mi reconocimiento por la completa entrega a su labor. Dos de ellos no eran autómatas instruyendo autómatas; eran apasionados del conocimiento que compartían con sus alumnos. De hecho, fueron dos mujeres: mi profesora de Lengua y Literatura o como se haya llamado el curso en esa época, y la profesora de Artes Plásticas. Con la primera descubrí que podía concatenar palabras al azar y formar una historia coherente; con la segunda, que yo era terriblemente mala dibujando y pintando pero aún así, siguiendo sus instrucciones, conseguía resultados no tan terribles.

Lo que recuerdo del resto de profesores y profesoras son anécdotas más o menos intrascendentes. Recuerdo a la maestra de Física cuya clase correspondía un 90% a relatos sobre ella y su familia. Al profesor de Literatura que durante la exposición de una alumna comenzó a hacer ruidos extraños con la boca, como si estuviera mascando un chicle, aunque nunca lo vi hacer un globo. También estuvo la que había sido profesora de Formación Laboral y ese año se encargó del curso de Religión. Ante la pregunta de algunas estudiantes ella respondió: "Sé que la religión católica es la única verdadera porque tiene santos". ¡Ya entonces me pareció un disparate! También estaba la profesora de Historia del Perú, de quien todos decían que era buena maestra y yo estaba de acuerdo. No estoy segura de lo que aprendí con ella pues era tan rígida, tan parametrada, sin embargo tenía cierto fuego interior al dictar su clase que era una lástima tener que memorizar tantos lugares y fechas, siendo que lo mejor de la historia, como entendí luego, no se encuentra en esos detalles sino en la comprensión de las causas y consecuencias de los sucesos, los cuales si observamos bien se repiten en un ciclo incansable donde solo cambia la ubicación y la época. Luego estaba el muy anciano profesor de Educación Cívica que hacía prédica política en clases. Debo decir a su favor que con los años resultó que estaba en lo cierto respecto a cierto gobernante de turno; sin embargo, era tan repetitivo, y nuevamente, tan parametrado, que no recuerdo nada de lo que haya supuestamente aprendido con él. Por alguna razón recuerdo que no recuerdo a la profesora de Historia Universal, debía tener muy poca presencia pues apenas llego a percibir en mi memoria el contorno de su figura. Con lo que me gusta leer había leído sobre historia y sabía no poco de ella para ese nivel, pero es seguro que también debía memorizar fechas y más fechas, más algunos lugares, y en clase siempre habían demasiado pocos ¿por qués? Además de todo ello estaban las continuas menciones de los profesores sobre "Los españoles nos robaron nuestro oro", o expresiones xenofóbicas respecto a los chilenos. En aquél entonces aceptaba esas ideas sin darles mayor importancia, pero no tardé mucho en dejar de lado tales prejuicios, a despecho de su contribución a alimentar mi rechazo en contra de quienes me lo inculcaron.

Quizás la anécdota que más veces regresa a mi memoria se refiere a otro profesor de Literatura, de conocida filiación aprista. Es posible que haya contado varias veces antes la historia pero es un claro ejemplo de debilidad emotivo-ideológica por parte del maestro y de manipulación maliciosa por parte del alumno. Debíamos leer una obra, lo cual a menudo representaba cierto tedio para la mayoría de la clase, no para mí, y presentar un trabajo al final, resaltando figuras literarias encontradas en la obra. La literatura peruana, que nos tocaba abordar en aquellas fechas, no era de mis predilectas, sin embargo encontré "La Perricholi" de Luis Alberto Sánchez, escritor aprista entre otros atributos, cuyo personaje femenino llamaba mi atención. Como la obra elegida debía pasar por la aprobación del profesor, íbamos de una en una a inscribir nuestra elección, y ya frente a él tuve uno de esos "instantes de inspiración". Resulta que la obra tiene a su vez un capítulo titulado "La Perricholi", por lo que con fingida duda le pregunté al maestro: "Profesor, ¿debo leer todo el libro o sólo el capítulo 'La Perricholi'?". El profesor apenas titubeó breves segundos, y asintió diciendo: "Sólo el capítulo está bien". Por dentro esbocé una carcajada pues ese era el resultado esperado bajo la premisa de que su "compañerismo aprista" lo haría ser condescendiente conmigo por haber elegido la obra de un peruano con su misma filiación política. Baste decir que le perdí el respeto en ese instante, y así como a él, en su momento o después cuando fui descubriendo el mundo, le perdí el respeto a los maestros en general. Es un prejuicio muy mío que algún día espero superar.

Por cierto, en realidad leí todo el libro y fue una buena lectura.