martes, 20 de diciembre de 2011

Soy el Grinch.


Cuando éramos pequeñas, mis hermanas y yo recibíamos regalos por Navidad. No eran una sorpresa ni los traía Papa Noel. Al igual que algunos otros fin de mes, en diciembre mis padres cargaban con sus hijas, y se dirigían al supermercado más cercano a su trabajo a realizar las compras respectivas. A fin de año eso significaba que podíamos escoger nuestros juguetes.


De aquella época recuerdo mi regalo favorito. Un rombecabezas múltiple formado por cubos pintados, donde cada lado del cubo armaba una figura diferente. Mi imagen favorita, un mar repleto de peces, fondo marino azul y peces de colores, lo armé muchas veces solo para gozar con la visión de los colores. El que busqué menos veces era un gato blanco jugando con un ovillo de lana en fondo naranja, sabía que existía pero a menudo lo evitaba.

En algún momento, ya no quedaban más infantes en casa y perdimos la costumbre de ir de compras antes de Navidad, al menos para escoger regalos. La semana previa se armaba el nacimiento, lo cual cada año fue tornándose una labor demasiado engorrosa para que nadie quisiera comenzarla, y la noche misma disfrutábamos panetón y chocolate, además de la cena. La máxima diversión siempre fue reventar sartas de cohetones en la calle, lo cual hacía mi padre, mientras con mis hermanas y mi madre jugábamos con las "chispitas Mariposa". Se saludaba a los vecinos y luego cada cual a su casa.

Hace unos cinco años a mi madre se le ocurrió que quería un Árbol de Navidad para fiestas. Por supuesto, compramos un árbol, y adornos, y lo armamos. Lo que no habíamos reparado, ni siquiera por las películas de temporada, es que debajo del árbol es donde se colocan los regalos.

Cuando conocí a mis primas, por la misma época, me resultó evidente que la costumbre navideña es comprar regalos e intercambiarlos entre los miembros de la familia. En realidad siempre lo había sabido, pero no era nuestra costumbre y no parecía necesario para hacer mejor nuestra Nochebuena. Algunos niños que se cruzaban en nuestras vidas recibían regalos de nuestra parte. En otras ocasiones fue con los grupos de amigos o en el trabajo, donde se realizaban intercambios de regalos. Sin embargo, en casa fue siempre secundario.

Con el tiempo hemos dado en comprar un presente por fiestas, a veces sí, a veces no. Es una sorpresa. No todos lo hacemos, y no siempre, así que no hay decepciones si no recibimos nada. Lo mejor, lo importante, es nuestra unión familiar.

Este año, las circunstancias me han situado en una situación donde deberé hacer de Grinch, única representante del espíritu anti-navideño, a mucha honra.

Supe, pues corrían voces, que este año se organizaba un intercambio de regalos en el trabajo. Cuántas veces deseé que eso ocurriera, parecía tan divertido. Debe serlo, cuando no existen rencillas tales que me impedirían actuar con libertad y buena voluntad al momento de escoger un regalo, o recibirlo, de alguien a quien me unen las conveniencias sociales y poco o ningún afecto.

Días antes fue enviado el espía usual, a preguntarme si sabía algo al respecto y si pensaba participar. Aunque mi costumbre ante sus anteriores avances es jugar con él mientras no le confieso nada, esta vez opté por el sano camino de decirle que no me habían dicho nada y tampoco estaba interesada. Llegado el día del sorteo enviaron al segundo puesto de avanzada, y su pregunta fue: -Di sí o no -por supuesto dije no, aunque no sabía que se refería al asunto del intercambio. A continuación preguntó si quería participar y nuevamente dije -No.

Mas allá de que estas fechas sean de paz y amor, y que el perdón es una gran cualidad. No me siento capaz de sonreir amablemente con quienes aún he de batallar, pues siento lo que siento y ellos son quienes son.

Quizás algún día sea una mejor persona, pero estas navidades seré El Grinch.