miércoles, 26 de marzo de 2008

Nuestras vidas son los ríos...

Tristes acontecimientos marcaron este mes y tardaré algún tiempo en recuperarme de la brusca sucesión de los hechos. Ha sido un mes con mil lecciones aprendidas y por aprender.

Rara vez me he visto cara a cara con la muerte, con la de otros es decir, pues la mía acostumbra visitarme con cierta constancia.

Recuerdo algunas muertes a las que presté atención sin que me afectaran directamente. La primera, quizás no en orden cronológico, ocurrió cuando estaba en secundaria y falleció la madre de una amiga muy cercana: Flora. En el salón nos informaron lo ocurrido y se organizó un grupo de alumnas para presentar las condolencias respectivas. Yo no fui. Mis hermanas y yo estudiamos cerca al trabajo de mis padres, lejos de casa, por ello no era nuestra costumbre ir a cualquier actividad con las amigas de escuela.

El segundo fallecimiento, aunque no emocionalmente, afectó en cierto modo mi día pues ocurrió en vísperas de mi cumpleaños. Durante mi infancia y algo más, era costumbre visitar a mi abuela materna el domingo más próximo a esa fecha y celebrar con ella mi cumpleaños y el de mi tío que es un día después del mío. Ese sábado recibimos una mala noticia, la muerte de un tío (al cual yo ni conocía) pero que implicaba cero celebraciones para el día siguiente. Aunque ya no fui a la reunión esperada, mi abuela no dejó de enviarme un presente con mis padres: mi torta de cumpleaños.

Puede sonar irrespetuoso pero perder a mi abuelita no fue tan doloroso como perder a Rubia, nuestra pequeña mascota de muchos años, una Japanese Spaniel de complejo carácter pero totalmente integrada en el seno de la familia. Cuando mi abuela se fue, supe la diferencia entre enfrentar la pérdida de un ser querido que vive en la propia casa y de uno al cual se visita mensualmente. Mi abuela era lo máximo, pero su anunciada partida no supuso un evento traumático.

Desde pequeña conocí el afecto que solo una abuela puede prodigar. Doña Dorila era afectuosa a su manera, y era la manera que resultaba fácil aceptar. Sin efusivos abrazos ni incómodos mimos. Mi abuela era excelente cocinera, y mejor anfitriona. Llegar de visita a su casa suponía ser recibidos con entusiasmo y con la mesa dispuesta.
Por sobretodo, con la abuela era fácil conversar. Le encantaba ver las noticias y si no sabía algo estaba atenta a escuchar.

Al abuelo paterno no lo conocí mucho. Radicado en su ciudad natal, estuvo algún tiempo de visita en casa de mis padres durante mi infancia y luego rara vez supe de él. Fue recién hace algunos años que por motivos de salud se quedó a radicar definitivamente en Lima, ciego.

Carentes de temas en común de conversación, a menudo cruzamos algunas palabras de reconocimiento y otras mas acerca de su salud, la cual no solía ser mala. El abuelo tenía muy buena memoria y gustaba de contar sus recuerdos acerca de su tierra, conocidos y familia. Acostumbraba hablar de la muerte como si esta le susurrara al oído que lo rondaba: "Ya me he de morir, señorita", me decía desde hace un par de años atrás.

Finalmente murió.

Cuando mi abuela falleció, sus hijos, radicados en provincia y en el extranjero, acudieron al unísono a darle un último adiós. Dejando atrás diferencias, sus nietos, sus hermanas, primos y primas y los hijos de los mismos, participamos de la despedida de la mamá grande, la matriarca de la familia.

Cuando mi abuelo falleció... Cosas inauditas pasaron, aunque ya ni vale la pena mencionarlo.

Descansa en paz abuelo. Que los penosos incidentes alrededor de tu muerte no perturben el descanso de tu alma.


Coplas por la muerte de su padre

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
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Jorge Manrique